En estos últimos meses, he tenido la fortuna de sumergirme en el trabajo creativo de La Bohème. Como en cada proyecto, esta experiencia ha sido una profunda exploración personal que me deja importantes reflexiones.

Crear es siempre un gozo inmenso, aunque nunca signifique que sea sencillo. La música es un arte que sana, eleva y transporta a dimensiones más profundas del alma. La ópera, en particular, es un género exigente y envolvente que consume y renueva a la vez; te desafía, te vacía y recarga de energía, llevándote a conocer y superar tus propios límites en cada momento. Es un arte de entrega total que exige, además, el trabajo en equipo como una danza de respeto, diplomacia y verdadera dedicación. Aquí, la paciencia se convierte en virtud esencial, y cada interacción se transforma en una oportunidad para crecer y armonizar.

Crear la idea base no es un acto individual. Crear es conectarse con la energía del Creador, con una fuente de inspiración universal que nos guía. Al abrirnos a esta energía, nos sumergimos en un plan preciso que, cuando seguimos con armonía y respeto, se convierte en una idea que ya no pertenece a uno solo, sino a todos los que participan en ella. La verdadera creación no surge del ego ni de la posesión, sino de la disposición a ser un canal para algo más grande. En ese fluir, cada aportación se convierte en parte de un todo compartido, y la obra toma vida propia, convirtiéndose en un regalo que une y enriquece a todos.

Dirigir es un reto insoportable cuando uno lucha con el deseo de protagonismo y de ser el «divo» de turno. Con el tiempo, he comprendido que la verdadera labor del director es ser el guía, quien inspira y cohesiona al equipo, logrando que cada miembro dé su mejor versión. Este es el aprendizaje más valioso que los últimos años en dirección me han dejado: la magia de unir y crear en equipo. He comprendido que mi verdadero propósito en este rol es construir un espacio donde todos puedan brillar, donde la colaboración y el respeto sean los pilares para dar vida a algo más grande que cualquier esfuerzo individual.

Mi trabajo es ser un facilitador, un puente que une talentos y visiones, logrando que el proceso creativo sea tan enriquecedor como el resultado final. Dirigir, al final, es aprender a soltar el ego y abrazar el arte de la colaboración, donde cada integrante es esencial y cada aporte suma a un propósito compartido. Es en ese rol de guía y apoyo donde el proceso se vuelve sorprendentemente «fácil»: el equipo se une, y el trabajo fluye como un auténtico placer compartido. La satisfacción está en ver cómo, en esa unión, se crea algo más grande que cualquier esfuerzo individual.

Esta versión de La Bohème es una adaptación actualizada, fiel a la esencia de la partitura y sin sacarla de contexto. He tenido la oportunidad de dirigir varias versiones de esta ópera, pero esta última fue peculiar: se desarrolló en un auditorio abierto, sin las comodidades escénicas de un teatro y con las luces expuestas, sin posibilidad de ocultarlas. En lugar de intentar llenar o cubrir esos espacios, elegí abrirlos aún más, rompiendo las barreras para permitir que el aire y la luz fluyeran libremente, invitando a la propia imaginación del público a completar la escena. Esta apertura convirtió cada rincón en un elemento vivo, haciendo que la obra respirara en conjunto con los espectadores.

Este viaje creativo ha sido una oportunidad para que todos reconozcamos el tejido divino que nos impulsa a crear desde nuestra mejor versión. Cada uno de nosotros sacó lo mejor de sí mismo, y juntos fuimos capaces de resolver cada inconveniente que surgía en el camino. Todo se logró en equipo, como una verdadera sinfonía de colaboración y crecimiento compartido.

Existe una diferencia abismal entre dirigir y crear en solitario y crear guiando a un equipo. Mientras que en el primer caso uno tiene control absoluto, crear con un equipo implica abrirse a la fusión de ideas. Porque, aunque no siempre estés de acuerdo con lo que otros proponen, este proceso enseña a modificar desde otra versión propia y a fusionar una nueva y mejor idea. No se trata de eliminar la propuesta del otro, sino de transformarla desde la alquimia del arte, integrando y enriqueciendo la visión inicial en una creación que trasciende lo individual. Dirigir implica no solo dar forma a la obra, sino también inspirar, coordinar y sacar lo mejor de cada miembro, transformando el proceso en una experiencia colectiva enriquecedora.

Cuando llega el momento de integrar a los cantantes en ensayos y aplicar esta fórmula de permitirles ser y explorar su propio talento y creatividad, todo cobra una dimensión que va más allá de cualquier expectativa. El proceso se enriquece, se vuelve disfrutable, y ellos te muestran facetas de los personajes que solo cobran vida gracias a la libertad de interpretación que se les brinda. Es en esa apertura, aunque siempre desde una base específica, donde la dirección se convierte en un espacio de descubrimiento compartido, permitiendo que cada interpretación sea única y vibrante.

La magia del teatro surge cuando todos se unen en el escenario: músicos, cantantes, técnicos y cada persona involucrada en la producción. Se genera una energía única en la que cada uno aporta y apoya desde su lugar para que todo fluya perfectamente, sintiéndose parte integral del equipo, aunque no estén visibles en escena. La alquimia del artista se desprende en una energía que impregna todo el ambiente, llenando de gozo a quienes se acercan. Esa energía es la del soñar, del sentir y del disfrutar; es la belleza nacida de un grupo que ha entregado lo más vital y divino de su ser en la creación compartida: se llama néctar divino. La dulzura de la creación y la belleza que nace de la inspiración grupal.

Esta producción ha sido un verdadero reto, dadas las particularidades del lugar y los recursos disponibles. Sin embargo, el resultado ha sido un gozo y un éxito, tanto en lo artístico como en la unión lograda entre todos. La buena disposición, la armonía, la entrega, la pasión y la alegría compartida han sido los factores esenciales que han convertido esta experiencia en algo profundamente enriquecedor para el alma, un proceso sanador que también ha permitido limpiar memorias pasadas.

Un agradecimiento muy especial a Maria Isabel Albuja, nuestra Mimí. Ha sido, sin duda, la cabeza y el corazón de esta producción, quien ha logrado no solo llevar a cabo cada detalle, sino también resolver cada desafío que implica una puesta en escena de esta magnitud. Su dedicación y capacidad para manejar todos los aspectos de la producción han sido fundamentales para que esta experiencia sea posible.

Mi equipo artístico ha sido clave en esta producción, y quiero destacar especialmente a Kari Dávila como vestuarista. Rompedora y atrevida, con una energía inagotable por crear e innovar, Kari logra interpretar perfectamente lo que uno imagina, lo que cuenta y, sobre todo, aquello que uno desea ver pero no sabe cómo expresar. Su talento y sensibilidad han dado vida visual a esta obra de una manera única y cautivadora. Los murales escenográficos son obra de Carolina Vallejo, quien, con su toque artístico particular, ha traducido un París contemporáneo a través de un gusto imaginario ecuatoriano. Con una pintura auténtica y fiel a su estilo, Carolina presenta un París contado desde la visión de quien, hace un siglo, soñó con esta ciudad y hoy la revive en cada trazo. Ha capturado esa mezcla de nostalgia y frescura, manteniendo su autenticidad como artista y permitiendo que la escenografía respire, transportando al público a un París reinventado y lleno de vida.

La dirección musical estuvo a cargo de Yuri Sobolev. En el canto, Jorge Cassis encarnó a un Rodolfo excelente y romántico, mientras que Fitzgerald Ramos aportó intensidad y magnetismo al personaje de Marcello, creando una interpretación llena de amor y profundidad. Ruth Díaz brilló como una exhuberante Musetta.

Mi agradecimiento especial va también para todos los demás cantantes, el coro y los técnicos, quienes fueron piezas fundamentales en esta increíble producción. Por supuesto, agradezco a la Casa de la Música por su apoyo, aportes y por brindarnos esta oportunidad, así como a la Sinfónica Nacional de Ecuador, cuyo talento y dedicación elevaron esta obra a un nivel excepcional.

En conclusión, cada obra puesta en escena deja una huella única en el corazón, dando un sentido profundamente especial a la vida. Esto ocurre cuando uno toma conciencia de que todos formamos parte de un tejido divino y, al reconocer esa magia, creamos un diseño único dentro de él. Una belleza!

Crédito de fotos a Tamia Oviedo y Mateo King. Gracias!

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