Lalibay era una mujer que todo lo transformaba en dulzura. Vivió 300 años emanando un perfume entre el lirio y la miel. Ella nació de una caracola que pulsaba energía azul. Era el principio de la humanidad en el planeta Tierra.
Todos en su poblado llegaron del mar, de conchas, moluscos, caracolas y cerezas. La isla de Mu era un continente paradisiaco. Lleno de palmeras y árboles frutales de cerezos que decoraban una vez al año el paisaje de rosa. Ese era el momento en que toda la población se juntaba en fusiones amorosas para compartir la sabiduría que tenían que entregar a las nuevas generaciones. El amor era la manera de propagar la sabiduría más alta del ser humano, como la que engendra la vida.
La dulzura caracterizaba a toda la población, pero Lalibay, conectaba las almas a su origen y destino con masajes de miel. Era la sanadora del poblado, la traductora de la luz de las estrellas. Ella contaba que cada alma era una estrella del firmamento que vino a encarnar para experimentar todas las formas de amor.
Parte de conectar con la esencia del alma que quería trascender la carne, era a través de la lectura del fuego, las conchas y el canto.
Las ceremonias duraban una semana. Primero ella se iba tres días a meditar en la playa al caer del atardecer cuando todo se volvía de un color plateado. Sentía el latido de la tierra, el canto de las olas del océano, cantaba melodías de otro universo, el viento le acariciaba y cuando sentía la miel que brotaba de su útero, se untaba el cuerpo para abrazarse en la esencia del amor. En ese momento sagrado, recibía las más grandes revelaciones del alma que quería trascender en un viaje como ser humano.
Al caer la noche del tercer día, preparaba un fuego sagrado para que aquella persona que tenía por delante un trayecto de sabiduría sagrada hecha carne, pudiera en algún momento, recordar ese instante de luz y promesa con el Universo para manifestar la raza más pura y sagrada de todas. Esas almas volverían una y otra vez para experimentar todo el abanico de emociones proyectadas por mentes de luz para ver en qué se podían convertir y qué podían inventar desde su libre albedrío.
Ese fuego les mostraba los momentos más duros y de olvido que iban a pasar, los momentos más felices, y el néctar de sabiduría en el que se iban a transformar y lo que iban a aportar al Universo para expandir su crecimiento divino. Pasaron 144.000 almas en esas noches sagradas. Esas almas, se iban a propagar en muchos otros aspectos multiplicándose en millones de oportunidades de vida. Se dieron 200.000 años lunares para experimentar la vida humana.
Ella podía ver el tiempo de las almas en sus encarnaciones. Al terminar la ceremonia preguntaba: ¿quieres seguir en este viaje?. Cuando aceptaban, ella les decía: Vas a recordar solamente una cosa que te devuelva a tu origen: la dulzura. Cuando te olvides, llegará a tu vida un compañero de vida lleno de dulzura para que vuelvas al camino de la verdad de tu alma. En la miel del amor, estará tu esencia para que te transformes en luz sagrada y en tu canto esté el destello de la Fuente original transformando tu vida.
Durante la noche del tercer al cuarto día, siempre en luna llena, ella les daba masajes de miel, entre cantos y baños de sal del océano. Mezclaba la esencia masculina y femenina con los elementos de la Madre Tierra. No había más luz que la plateada que se reflejaba en el océano y la cálida luz del sol de las velas en el cuarto repleto de pétalos de cereza.
El cuarto día, era para purificar el cuerpo y el alma. Les daba tinta de calamar para que escribieran sus deseos en hojas secas que enterrarían en una cueva sagrada, el útero de la Madre que transformaría en cristales como documentos y contratos. Ese día era entregarse al destino y sellar su decisión.
Al quinto día volvían al poblado. Había una fiesta de flores, frutas, cantos y mucho erotismo. Todos se amaban con todos, en el respeto, la alegría y sobre todo, en el querer compartir otras vidas juntos. Se trenzaban historias, proyectos de vida, soñaban en el futuro y gozaban para experimentar el éxtasis sublime que les proporcionaba su cuerpo.
No existía la envidia, la mentira, el sufrimiento, el abuso, el poder… eso se inventó después, cuando se desconectaron del amor y la dulzura.
En el sexto día, reposaban, se acariciaban, hablaban con los futuros humanos que acababan de engendrar en momentos de pasión y amor profundo. Hacían ofrendas al océano, a las plantas, árboles, al agua de los ríos, y al caer de la noche, a las estrellas que les daban tanta sabiduría. Eran noches de enseñanzas desde las estrellas, era la guía divina que se abría del cielo para alimentar las semillas humanas.
Esa sabiduría se transmitía oralmente, porque la palabra mantenía una energía divina y pura y se propagaba fácilmente llegando a los corazones directamente. Aprendían las lecciones de la vida cuando se agrupaban en círculos de 12 personas, 13 con su maestro. Para ellos pasar la sabiduría era mantener la intención de la vida siempre pura, así podrían evolucionar como seres divinos encarnados.
Durante ese sexto día, algunos dejaban que su piel fuera tatuada con simbología sagrada, encriptando su destino de alma en su formas y movimientos. Ese era el arte para ellos: decorar su cuerpo con perlas de sabiduría hecha símbolo. Un ritual sagrado que podían ir cubriendo cada tanto en los años, era como curtirse de decisiones y mapas sagrados.
En el séptimo día, se unían en grupos para transmitir la sabiduría del universo de uno a otro. De esa manera reconocían sus habilidades, potencial, motivaciones, intereses. Decidían quién iba a responsabilizarse de qué. Y así surgió el oficio al que cada uno se dedicaba con amor. Compartían el orden, la diversidad, la unión, para que el poblado funcionase perfectamente. Había sanadores, arquitectos de espacios habitables, guardianes de las plantas y los frutos, cuidadores de rebaños, alquimistas de alimentos, etc etc etc.
Al caer de la noche del séptimo día, Lalibay, se entregaba al amor de su compañera de vida. En aquella cultura sin prejuicios, el amor más dulce y puro era genuinamente femenino entre mujeres que integraban el perfecto equilibrio del masculino y femenino en ellas.
Era la perfección. Se necesitaban cientos de años para integrarlo, equilibrarlo y sentirlo en armonía. Aquellas que nacían mujeres, estaban listas para endulzar el mundo con su néctar de amor, sabiduría y entendimiento. En aquella época tan pura, no existía envejecer, o la enfermedad, porque vivían del amor y la dulzura. Ellos decidían cuándo era el momento exacto de volver a ser energía para seguir el camino de transformación. Nadie sentía dolor o pena, sino admiración y respeto por un alma que dejaba semillas y memorias.
Al cumplir 331 años, Lalibay decidió dejar su cuerpo. Era el tiempo correcto para que otra forma de vida hecha mujer la reemplazara para seguir adelante con otras formas de experimentar la sabiduría. Lalibay se despidió de todos los ancestros que habitaban su cuerpo energético para pasarlos a la siguiente sacerdotisa de almas en una ceremonia de cantos y fuego. También hicieron una ceremonia de amor en la cual todos se amaron como niños que descubren por primera vez el éxtasis más dulce.
Al tercer día de ceremonias, hicieron entre todos un lecho de pétalos y conchas en la orilla del mar para que se acostara serenamente viendo la puesta de sol. A su lado, Bhaktamari, su compañera de vida, le rociaba con leche de coco e inciensos, cantando melodías de amor infinito que solo las sirenas saben cantar para que caigas en un trance profundo y puedas despegarte del cuerpo con alegría y felicidad.
Allí, donde dejó su último soplido de miel, quemaron su cuerpo para recoger las cenizas y enterrarlas como semillas para que germinen como nuevas vidas en el planeta. Mirando al este, para que la sabiduría nazca e ilumine cada día allí donde sea que renazca en el tiempo, para un día, volver a recordar su esencia y completar el ciclo de encarnaciones que había contratado con el Universo.
Lalibay comunicaba con el más allá, con los hermanos de las estrellas y con la sabiduría de las almas abriendo espacios sagrados tocando a través de las espirales marinas. Esos ecos siguen en el universo como lenguaje sagrado.