Tenía 16 años cuando se adentró en las cuevas de Jericó para estudiar la alquimia del alma. A esa edad ya se consideraban a los muchachos adultos y responsables de estudiar la sabiduría secreta del alma. Se les iniciaba en grutas, entre cánticos y emanaciones de sabiduría ancestral.

El fuego del ritual se prendía en el centro de la gruta al anochecer. Todavía los últimos rayos penetraban a través de enormes ventanas de roca y cristal, empapando de naranja todo el ambiente. Los jóvenes aprendices que iban a ser nombrados maestros de luz, se sentaban alrededor del fuego que estaba medio enterrado entre sal y cuarzos. La luz de las llamas se multiplicaba entre tanto cristal y dibujaba curiosas formas en movimiento en las paredes.

Ioshua tenía el cabello largo, imberbe, atlético. Era tímido y con ganas de entrar en círculos de sabiduría oracular. Nadie de su familia sabía que estaba por iniciarse en esta familia de mensajeros de luz. Eran filósofos del alma, amantes de la sabiduría pura espiritual. Aquel que entraba en la familia, de alguna manera, era alguien que ya pertenecía a ese grupo de personas. Había un maestro iniciado que recordaba otras vidas y podía reconocer el alma nueva encarnada para llevarla de nuevo al grupo y seguir con la misión de expandir amor y luz.

Tabet, que también era un muchacho de 16 años y ya un maestro de luz encarnado, fue a buscarlo a Jericó para recordarle que era momento de iniciarse y empezar una nueva vida al servicio de la consciencia evolutiva. Caminaron 3 días en el desierto hasta llegar a un lugar lleno de palmeras y agua, un pequeño paraíso a los pies de una montaña de cristales de sal. El agua purificaba a aquel que iba a entrar en las grutas sagradas.

Un día antes del ritual de fuego, aquellos que iban a ser iniciados pasaban la noche bajo las estrellas, desnudos, comiendo dátiles y tomando una bevanda hecha a base de cardo, escuchando a la naturaleza entre susurros y silencio. Tomaban baños de sal para expulsar toda maldad, toxina y pensamientos oscuros. Mientras flotaban en el agua, oraban y cantaban. Reconocían en ellos la gracia del poder divino y dejaban que sus cuerpos se transformasen en cristales transparentes.

Llegó el día de la iniciación. Esperaron el atardecer entre baños purificadores y en ayunas. Escuchaban los maestros iniciados cantar desde las gruta, no sabían cuántos ni quién iban a estar dentro. Se rasuraron todos con cuchillos de marfil, lavaron y peinaron sus cabellos, se vistieron con ropajes de color marfil y caramelo, iban descalzos y perfumaron sus cabellos con pétalos de lila y jazmín.

En el momento de subir a la gruta por unas escaleras de roca hechas por los años de uso, se escuchó un silencio sepulcral. De lo alto del monte, salía el sonido del cantar de una flauta dulce, era la señal para entrar al espacio sagrado de la gruta, uno a uno y en fila, dejando un espacio de tres metros entre el uno y el otro. A medida que entraban iban escogiendo un lugar donde sentarse, no importaba donde, cada cual escogía su lugar entre los maestros.

Cuando la luz del sol tocaba a ras del suelo los cristales y los iluminaba de rojo, encendían el fuego. Iniciaba la ceremonia. Tabet, junto con los demás maestros, se levantó y se fue directo al lugar donde estaba de pié Ioshua. Se miraron con dulzura, como que en esa mirada pudieron recordar la misión que tenían por delante y dejaron que sus corazones se unieran de nuevo para reforzar el contrato de vida. Ioshua besó dulcemente a Tabet. Rozó sus labios sellando la sabiduría que se le estaba transmitiendo en ese momento. En ese beso respiraron profundamente, sintiendo la dulzura, la verdad, la energía de milenios atravesándoles, iluminando su mente, corazón y cuerpo.

Tabet le dijo suavemente: tu felicidad está en ver la pureza del otro. El beso tenía un significado de pureza de hermandad y lealtad. Era puro, porque en ese beso se entregaba un fragmento del alma para que se expandiera por el mundo con el fin de sanar a otros. En el beso estaba la transformación, el empoderamiento del ser, la vuelta a la conciencia divina. El beso era el soplo divino hecho carne. En el beso estaba la promesa sagrada, la unión de lazos de luz y sangre cósmica. En el beso sientes el sabor del alma, el terciopelo del corazón, el suspiro de la vida que late la verdad de la existencia y creación.

En ese beso Ioshua hizo la promesa de seguir a Tabet para encender corazones con la miel del amor. En el beso sagrado se transmite la semilla crística. En ese momento Ioshua pudo leer el corazón y el alma del otro. En esa iniciación fue nombrado portador y sembrador de la semilla. Para esta y todas sus encarnaciones que estuvieran en la misma frecuencia del fractal de la energía de Melquisedec.

Ioshua era sanador y reanimador de almas, porque devolvía a las personas su poder. Hombre pacífico, atravesaba desiertos en caballo y mula. Él cantaba emanando la luz de la llama trina en cada sonido. Su poder curativo era dulce, suave. Cada 16 años cambiaba de vida para vivir en lugares distintos, se dejaba llevar por el llamado divino. Amaba reír y hablar con gente desconocida, dejando huella en sus corazones y desapareciendo como si nunca le hubieran conocido.

Vivió hasta los 67 años sanando personas, devolviéndolas al recuerdo de su esencia y poder divino. Pero siempre soñó con volver a ver a Tabet y contarle sus hazañas. En ese beso le dio parte de su alma, leal y transparente. No por enamoramiento sino por alianza de un bien común para el conocimiento y desarrollo del amor. Murió durante un sueño profundo, con dulzura y en silencio. Venerado por sus discípulos y aquellos que fueron sanados, como otro maestro iniciado de la familia del beso que ilumina.

El mundo donde vivía Ioshua era un planeta paralelo al nuestro que evolucionó en el desarrollo de la semilla Crísitica. Eran libres de amar, de vivir, de ser. Tuvieron otras leyes, libertad y otra moral. Evolucionaron desde el respeto, la transparencia, la hermandad pura y honrada.
Es tiempo de conectarnos a esa realidad y evolucionar en un espacio sagrado consciente, al verdadero jardín del Edén. El beso es sagrado, el beso trae divinidad y consciencia. El beso une. El beso llena de amor. El beso emana luz. El beso es la puerta al crecimiento más puro y expansivo.

El beso es néctar para recordar que somos dioses, luz hecha carne.

Cuentos sagrados, volver a la vida recordando.

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